miércoles, 3 de abril de 2013

La niña de los mitones rojos


Las hojas muertas se desenvolvían con un ímpetu agraciado. Se desparraman, ellas se fusionan acorde a los suspiros de los dioses; hacen hermosas estampas en la fugacidad de un segundo. Formaron, ante mí, un zorro almendrado. Las hojas castañas esculpieron, en una ráfaga descabellada, un pelaje hecho de llamas. Distinguí unos ojos de un vacío increíblemente llenador. Vidrios renegridos, similares a un hueco escondido en lo más recóndito de nuestras pequeñas almas.
Almas… Son extrañas  ¿verdad? ¿Quién pudiera negar o afirmar la existencia de esos prófugos cachos de luz? Ni el gran Horus podría detectar el reflejo de esos tímidos seres. No son espejismos de los sentidos, no son espejismos de la mente, es una rareza innata e invisible de aquel que tiene la capacidad de amar, de aquel que tiene un corazón de adoquín con aspiraciones de felpa, de aquel que puede percibir lo imprevisible con tal solo cerrar los ojos y abrir el corazón.
Hay más que carne y hueso que conforma nuestra integridad, algo que nos distingue más allá de lo estético, algo pequeño pero opulento y frágil, un diminuto destello oculto, que designa nuestra pureza y gracia. Aquel misterioso farol vive en alguna parte, sino todo sería como tirar una piedra al vacío, y que esta no genere ningún ruido en nuestro interior ahuecado.  Ah… las almas y sus huecos.
Me senté en un banquito de madera, coloqué mi mochila bajo mis piernas. Prendí un cigarrillo y me perdí en el paisaje la placita, la cuna de mi infancia. La contemplé unos instantes y recuerdos de mitones descomunales de tela colorada me apretaron para protegerme de aquella oleada de hojas.
El gigantesco y viejo álamo menea sus brazos astillados, y salpica sus papeles de ámbar viejo. Las gotas de miel hicieron una nueva figura para mí; un caballito de mar. El hipocampo cabalga por las piedras y conchillas que tapizan la plaza.
De pequeño me divertía encontrarle formas a las estampidas de hojas.
 Perseguía a los infantes que escupían burbujas de jabón. Los niños escapan divertidos y accidentalmente tiran sus burbujeros, la inocente bola de magma les come los tobillos de fresa. Desprendía llamitas al paso de su galope ligero. Caballito rojo para el primogénito del jinete de guerra.  
 Una escena adorable, capaz de conmover hasta el alma. Esta creación tiene los ojos del color de un nacimiento. Todo era tan fresco. Una criatura vivaracha envuelta en jocosas campanillas, brincan sobre la lava juguetona sin temer que sus pececillos se conviertan en cenizas.
 Saqué un lienzo recién parido de mi mochila, estaba dispuesto a desvirgarlo tempranamente con lo que veían mis ojos. Me fabriqué como pude un  caballete con unas ramas bien gruesas que encontré por ahí. Tosco pero efectivo. En mi paleta predominaba el rojo carmesí para las llamas y el rojo bermellón para las mejillas de los pequeños. El pincel  acomodó sus cabellos antes de empaparse con la esencia de la sangre.
Los mitones colorados me palparon los párpados dulcemente.
Todo fluía, todo era río, todo era acuarela. Me acopló una sensación de vacío egoísmo que me hizo soltar el pincel ¿Por qué sólo una mano debía pintar una escena en donde más de uno era protagonista?  
Saqué una bolsita de caramelos frutales de mis bolsillos. Me acerqué hasta introducirme en la escena de los niños y el caballito de mar-fuego. Dejaron de correr,  sus brillantes ojos saltones se enfocaron en  mí, sus caritas mutaron de jolgorio desbordante a neutras, reflejaban la interrupción de un juego divertido.
Sonreí, y les ofrecí caramelos. Casi me arrancan la mano, eran como una manada de hienas inexperimentadas sobre una indefensa cebra de la tercera edad. Luego de recuperarme del ataque y con un tono elevado en azúcar les dije:
-          ¿Les gustaría pintar, chiquitines?
  Se miraron unos a los otros, extrañados. Pero esa desconfianza solo duró ocho milisegundos, cuando estallaron todos en un sí que me voló los oídos,  como cien mil Chasqui booms resonando en mis tímpanos, y prendidos en un cometa fueron hacia mi caballete artesanal. Los seguí por detrás, poniendo mis manos como sopapa sobre mis orejas. 
Llegué hacia ellos, estaban inmóviles contemplando el caballete. Al imitarlos, me salieron como manantial mil puteadas en cuatro idiomas diferentes, que me las tuve que tragar para que no afecte las aquellas cabezas puras. Mi prematura obra estaba dando giros y giros. Era una marioneta manipulada por el viento otoñal. Me mentí en la corriente de aire. Las carcajadas de los niños se hicieron escuchar, al verme como un perro que quiere agarrar su propia cola. Con mi última gota de sobriedad pude agarrar el maldito lienzo, di un par de vuelta sobre mi eje, hasta dejarme caer sobre el pasto. Eso aumentó la risa de los pequeños, que para ser sinceros, era lo único que me mantenía despierto.
Las hojas muertas caían sobre mí difuminadas y tambaleantes.
Una mancha carmesí borroneada se interpuso en mi vista boca arriba. Por fin pude distinguir algo completamente. Unos mitones colorados se extendieron hacia mi desparramada persona. Los tomé, cálidos y llenos de vida, me incorporaron, pero aún el mundo me sacudía con sus réplicas.
Los mitones me sentaron en el banquito de madera y me dieron, con delicadeza, una taza de chocolate caliente. Un mitón me sostenía el vaso de plástico mientras bebía el chocolate y otro me acariciaba la cabeza.
-          ¿Estás bien?
-          Si... si... eso creo, mitoncitos colorados.
Nuevamente estallaron el coro de risas de los niños y otra se les sumó. Una risa de alondra, una risa tierna de mujer.
Todo se estabilizó al oír esa risa. Pude ver con claridad la sonrisa más bonita del mundo, y los ojos más redondos y apantanados me estaban mirando a mí. Colocó sus mitones frente a mí y los hizo hablar:
-          Bueno, es un alivio saberlo, Don Borracho. Jua, jua, jua.
Los niños y ella volvieron a reír, yo también lo hice. Me reí de lo tontos que fuimos, de lo tontos que somos.
Me incorporé en un salto, inundado de una felicidad que no se puede volcar en palabras, y con gran entusiasmo les dije a los niños:
-          ¿Listos para pintar?
Nuevamente la sacudida afirmativa de fuegos artificiales resonó en mí haciéndome templar. La señorita de los mitones rojos aplaudía descojonándose de la risa. Sus esmeraldas desprendieron lágrimas de alegría, sus mejillas están que explotan de colorado, igual que su respingada naricita.   
Les dije a los nenes que se pusieran en fila, cada uno dejaría su pequeña huella en nuestra obra.
El primero era un niño de tez trigueña y unos perfectos ojos amarillos. Su tímida sonrisa se esbozó por la mitad. Alcé su cuerpito hasta que pudiera ver el lienzo. La bella señorita de los mitones rojos se acomodó su sombrero tanguero, y se tiró el pelo largo y marrón hacia atrás. Le dio un beso en la frente al morenito y le dio el pincel. El pequeño dio una pincelada insegura color verde opaco en la esquina inferior del lienzo.  Lo bajé con cuidado para que pudiera seguir su tarea despreocupada de ser feliz, ignorando la realidad que lo rodeaba.
- Sublime – le dije al morenito
-          Lo hiciste muy bien, chiquitín.
La mujer de los mitones rojos se agachó para ponerse a la altura del niño, llevó la  cabeza del mismo hacia su pecho en el tierno acto de un abrazo. El se dejó llevar por el cariño de aquella dulce mujer. Luego le dio una palmadita en la cabeza y lo despidió.
Así sucedió, secuencias iguales pero con distintos niños, uno más bonito que el otro. Hasta terminar nuestra obra maestra.
Era, definitivamente, lo mejor que había logrado, que habíamos logrado. Un lienzo, solo era un lienzo, pero lleno de huellas inocentes que aún no conocen el sufrimiento ni la faceta cruel del mundo. Un lienzo fabricado de puras almas, de almas puras. El caballito hecho de fósforos encendidos, dispersado en el pasto y dentro de las mejillas de aquellos niños. Pasó de ser un caballito de mar a un semental de los océanos, un incendio cariñoso.
-          Todos unos artistas ¿a que no?
Maravillado con la obra, me había olvidado que aquella señorita de mitones rojos se quedó toda la tarde acompañándome. Ya estaba oscureciendo, eran las siete de la tarde, pero aún podía vislumbrar su sonrisa. Cruzó sus largas piernas y colocó sus manos en sus cachetes con un gesto comprador, como una niña que reclama un vaso de leche. Giro un poco la cabeza, estaba esperando una respuesta de mi parte.
-          Oh, por supuesto. Hay un artista escondido en cada niño, de eso no hay duda.
-          Y hoy vos ayudaste a que ese personaje escondido en cada una de estas criaturitas se desplegara. Muy bonita tu idea, escasean de esas en el mundo – Y me sonrió, más que nunca - ¿Puedo ver el cuadro? – Hace una especie de pucherito con su boca de hámster.
-          Claro – Me había olvidado de mostrárselo, soy un imbécil.
Sus mitones lo tomaron con todo el cuidado del mundo, como una madre a su hijo recién nacido.  Lo miró con asombro, pestañeó, y remató todo con una bella sonrisa.
-          Realmente es muy hermoso. Lo que un alma brillante y unas almas inocentes pueden hacer unidas – Dijo mirando el cuadro.
Me quedé atónito con su respuesta. Almas… entonces no soy el único loco en el mundo ¿Quién era esta mujer de mitones rojos?
Me la quedé mirando un largo rato, o tal vez fue poco el tiempo, pero a mí se me hizo perfectamente eterno. Ella seguía contemplando el cuadro con una mirada maternal, con una sonrisa de dientes ya escondidos.
De repente me miró, no había expresión en su rostro. Vaciló al hablar, se sonrojó por su torpeza, y con los cachetitos como dos luces de neón rosadas, dijo:
-          ¿Crees que yo podría aportar algo a esta bella pintura?
Me sorprendió lo que dijo y como lo dijo, parecía una de esas pequeñas niñas que habían dejado su diminuta huella.
-          Pero claro que sí. – Dije
Coloqué la pintura sobre el ya casi rengo caballete, y lavé rápidamente el pincel y se lo di. Ella se quitó por primera vez sus mitones colorados y los colocó sobre el banquito de madera. Expandió un rojo brilloso sobre la acuarela. Con firmeza tomó el pincel y antes de comenzar me miró suplicante y me dijo:
-          No mires, por favor – Como si se fuera a sacar una prenda de vestir frente a un amigo.
Obedecí, me posicioné del otro lado del caballete (si todavía se le pudiera llamar así) cosa de no ver lo que estaba pintando, pero también para verla a ella.
Miraba con pasión ese cuadro, a la luz de las estrellas, sus ojos verdosos vivían en esa pintura. Estrelló el color rojo contra el lienzo. Solamente se oían las pinceladas, una tras otras. Rojo va, rojo viene.
-          ¿Cómo te llamas, mujer?
Sin levantar la mirada del lienzo dijo:
-          ¿Eso realmente importa?
Y siguió pintando, sin decir más nada.
Finalmente alzó su mirada hacia mí. Se quedó en silencio unos segundos. Hasta que por fin dijo:
-          Bien… puedes mirar
Ocultando mi infinita curiosidad me dirigí tranquilamente a ver la obra con su hermosa huella en ella. No sabía si mis ojos me engañaban. No era un espejismo de los sentidos, no era un espejismo de la mente, solamente me bastó cerrar los ojos y abrir el corazón para recordar aquello que dejó una huella carmesí en mí.  Una lágrima se desprendió de mi ojo izquierdo.
-          Tú… eres…
-          Así es.
La abracé, mis brazos se aferraron a su cuerpo de cristal, podía partirla en mil, se lo merecía, por haberse tardado tanto en aparecer en mi vida.
Un día como este, en esta misma plaza venía a ser un niño. Los juegos estaban todos mojados, y el álamo desprendía sus hojas muertas. Sentado en el banquito de madera, me divertía siendo inocente.
-          ¡Un conejo! Ahora… ¡Un perrito!
-          Mira, ahora se transformó en un hámster.
Una pequeña niña de mitones rojos apareció en ese momento.
-          Me gusta mucho el otoño, es divertido ver como las hojas dibujan ¡Son artistas los árboles y el viento!
La pequeña niña reía a mares y no dejaba de hablar. Cada vez que las hojas formaban una figura diferente sus esmeraldas relucían aún más y se abrían hasta desprenderse de sus órbitas.
La miraba, era una pequeña loca, una pelusita roja llena de vida, una niña que sabía ser niña. Me miró a los ojos, descubriendo que yo la estaba examinando como si fuera un tesoro recién desenterrado. Mis mejillas se encendieron al instante.
-          ¡Estás rosado!
-          ¡Claro que no!
-          ¡Lo estás! Es que hace mucho frío, no te preocupes…
Puso sus manitas vestidas con mitones colorados sobre mis cachetes para que no se congelaran ¡Tan inocentes somos los niños!
-          ¿Estás mejor así? Ahora tus manos…
Y  sus mitones arroparon mis manos. Al ver que mis mejillas se volvieron nuevamente coloradas, puso mis manos en los bolsillos de su saco carmesí y colocó otra vez sus mitones sobre mis cachetitos.
- El otoño puede que sea algo frío, pero no deja de ser  la estación más bella de todas. Las hojas nos dejan mensajes que quedaran grabados por siempre en el fondo de nuestras almitas – Dijo mostrando sus dientes de leche y tocándose el corazón  – Si hay corazón, hay alma. Si hay alma, hay corazón.
 Y ella parloteaba sin cesar, y yo simplemente la escuchaba, dejando que ella deje su huella en mí.
Quitó sus mitones de mis mejillas, y me sacó tiernamente mis manos de sus bolsillos.
-          Debo irme, amiguito. Nos veremos de nuevo, es una promesa –
Se acercó hasta mi rostro abobado, me dio un beso en la mitad del labio. Mi primer beso. Guiñó su ojo izquierdo y se marchó dando brincos.
Sin dejarme decir nada, se fue aquél  alegre cervatillo. Ese día pude darme cuenta que tenía alma de niño, de lo que era un alma. Esa niña me regaló el alma, y me despertó el corazón
 Las hojas me regalaron la silueta de esa niña de mitones rojos, y dejaron una huella imborrable en mí ser infantil, que permaneció dormida hasta el día de hoy.
-          Tardaste, pero cumpliste…
-          Te dije que volvería – Guiñó su ojo izquierdo.
Miles de cosas que decirle, pero no sabría por donde empezar ¿Por qué? ¿Por qué me llegaste tanto al alma? 
Nos sentamos en el banquito de madera. Me acarició la frente con su mano desnuda. Me sonrojé. Ella rió tiernamente mirando sus zapatos de charol.
-          Pasaron los años, pero aún no dejaste de ser  ese niño con esa alma tan tierna… es increíble.
-          Mi esencia de niño subsistió gracias a tu recuerdo. La huella de esa pequeña niña risueña y charlatana, con los ojos más verdes, y con la sonrisa más amplia que el Universo mismo. La dulce, dulce alma de los mitones rojos…
Le brotaron lágrimas de sus esmeraldas, eran mutaciones de zafiros, podía ver la aurora dentro de cada una de ellas.
-          ¿Sabes qué? Tu alma canta, es insoportable – Dijo riéndose – Pero eso la hace hermosa. Su voz es como la del viento, se escucha con el corazón.
A mí también se me prendieron los aspersores de los ojos, ella se sorprendió al verme llorar también. Golpeó con su dedo índice cada lágrima hasta dejar mi rostro seco.
- Por favor, muchacha de los mitones rojos, después de tanto tiempo que esperé debo saber tu nombre ¡Dilo ya!
Estaba desesperado, ella se asustó, parecía un gatito que escuchó un cohete estallar. En estado de alerta con las pupilas dilatadas. Luego se serenó, y con una voz tranquila me dijo:
-          No quiero sonar pesada, pero… ¿Realmente te interesa saberlo?
-          Tenes razón, no me interese saber como es tu nombre, mientras tu ser se quede junto al mío.
Me miro tiernamente, y esbozó una sonrisa de satisfacción como si eso es lo que ansiaba escuchar desprenderse de mis labios.
-          Mi alma, nunca te abandonó… y nunca lo hará.
La miré extrañada.
-          Por favor… nunca me dejes, muchacha.
-          Siempre viví en vos, aquí… - y me acarició el alma con la yema de sus suaves dedos de escarlata.
Se puso sus mitones colorados, y me acarició ambas mejillas como aquella vez.
Esta era la felicidad absoluta, aquella niña de los mitones rojos, aquí en este mismo lugar, nuevamente. Las hojas muertas danzaban para nosotros.
-          Nunca me dejes… - Dije entre sollozos.
-          Hey… estoy aquí ¿No me ves? No soy un espejismo de los sentidos, no soy un espejismo de la mente. Estoy aquí con vos, porque vos sos aquel que tiene la capacidad de amar, que tenes corazón. Si hay corazón hay alma, si hay alma hay corazón.   
 Nos miramos fijamente, en esta noche fría de otoño, sus mitones me calentaban las mejillas, me entibiaban el alma.
-          Tan sólo tenes que cerrar los ojos y abrir el corazón, y mi alma siempre va a estar cerca tuyo…
La vida me daba mil y una vueltas. Las hojas caían sin cesar sobre mi desparramado ser. No entendía donde estaba parado, o mejor dicho desparramado. Carcajadas estrepitosas de niños me despertaron. Agarrándome la cabeza, en estado de semi mareo me coloqué sobre mis dos extremidades. Hice memoria, cerré los ojos y…. ¡No! ¡De nuevo se ha ido!
Aquella muchacha de los mitones rojos, el sueño de mi infancia, de mi vida, nuevamente se había marchado. Me senté desecho sobre en banquito de madera, ya no pude contener las maldiciones y las salpiqué para todos lados. Los niños confundidos me miraron como si fuera un bicho raro. Miré de reojo, y el caballete de mierda que había hecho, ya estaba hecho polvo, sin la pintura en él.
Eso me angustió aún más y rompí nuevamente en llanto.
Algo me tironeó del tapado. Ese algo no era nada más ni nada menos que una niñita con aspecto de duende, de cabello blanco y ojos rosados. La miré con los ojos empapados y me dijo:
-          Disculpe señor pintor, se le voló nuestra obra maestra. Aquí la tiene, cuídela. Todos pusimos nuestras almitas en ella.
Me la da dulcemente. Me quedé como idiota contemplando el lienzo,  creo que le metí un dedo en el ojo de chicle de la niñita cuando intenté darle una caricia en la cabeza.
Nuevamente lloré, pero esta vez de felicidad. Su huella estaba impregnada, ella no se había ido, ella estaba conmigo. El dibujo de una pequeña niña vestida de rojo, al lado del semental envuelto en llamas. La jinetilla del Apocalipsis que causó estragos en mi infantil y joven alma.
Ella estuvo aquí… ella no es ni fue ningún espejismo de la mente y de los sentidos. Ella fue la razón por la cual mi corazón comenzó a sentir… ella siempre fue mi verdadera alma…
Aún desorbitado apoyé mi mano izquierda sobre el banquito de madera. Sentí algo extremadamente suave y cálido ¡Sus mitones! ¡Sus auténticos mitones!
No podía ser cierto…
Cerré los ojos por un momento y coloqué aquellos mitones colorados en mi corazón.
“Nunca me voy a alejar de tu ser, mi alma es tu alma, y mi alma sos vos”
Las lágrimas brotaron al compás de las hojas muertas. Dibujaron la silueta de una niña y la de una mujer. Sus ojos eran esmeraldas, esmeraldas perfectas y pantanosas. Se pueden ver perfectamente las sonrisas de marfil, más grandes que el Universo mismo. Pero el detalle más hermoso y más notorio, es el alma pura e inocente que me acompañó por el resto de mis días.







Texto: Camille Chico

2 comentarios:

  1. Se identifica la escritora con su relato?

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    1. Tal vez, cada personaje que creo tiene una pequeña parte de mi

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