Humilde homenaje a mi querido Puig.
Las sanguijuelas suelen aparecer en esta época del año, sienten el
tramposo, furtivo y camaleónico viento, caen en ese camuflaje otoñal que
complota contra mí. Arremeten sedientas y ciegas hacia mí piel, hasta dejarme
sin una gota de vida, como sucede con todo mí alrededor.
Hojas muertas, hojas libres, hojas que crujen bajo mis mocasines, hojas
de bailotean jocosas con duelo plasmado, hojas que inundan el momento y no me
dejan respirar, ni leer “Boquitas
pintadas” de Manuel Puig.
Cada tanto se fuga un pequeño resplandor de la celda gris, pero su
libertad es efímera y vuelve a ser privado de su fulgor, en su claustro de
sueños de algodón. Las sanguijuelas tienen cancha libre hasta que los pimpollos
saluden con sus brazos tricolores extendidos al astro rey libre.
El jacarandá salpica luces violetas y
manchas mate. Mis ojos pequeños, color escarabajo común y corriente, estaban
encantados al ver al jacarandá desprenderse de sus prendas más queridas. De
pronto veo un ser devorado por sanguijuelas merodeando cerca del patriarca de
los árboles. Una cascada de rubíes cae hasta su cintura, trae en sus manos un
pequeño libro de tapa moho, no logro distinguir cuál. Suena un oxidado jazz al
fulminarme con sus ojos arácnidos. Me envolvió con alambres de púa y espinas de
rosa, me hipnotizó con telas de miel,
frases literarias y dientes parejos. Caen penurias sonrientes del viejo
jacarandá.
Las hojas marchitas danzan con deje de agonía, un cachito de color se convierte
en fugitivo en cada giro. Manchas color canela se postran en sus mejillas
creando constelaciones otoñales que la vuelven niña.
Mandarinas cósmicas se filtran entre las masas de felpa, impactan sobre sus
ojos cobrizos hasta fundir sus pupilas, el bronce chorrea ardiente y quema sus
párpados hasta desgranar su párvula piel de nácar.
Explota un clavel en su boca, se relame las comisuras hasta extraer la última gota
de néctar, se muerde los pétalos hasta hacerlos sangrar. Queda su boquita
pintada. Toca su sangre con la punta de
su dedo regordete, lo mira, sonríe y lo utiliza de colorete en sus bombardeados
cachetes para disimular en vano su notable palidez.
Fabrica un cojín con las hojas mate que
se resisten al tacto de sus manos, quieren bailar y a la vez temblar, quieren
ser luto y a la vez grana, quieren ser difuntas y a la vez risueñas, quieren
ser Otoño y a la vez Primavera.
Aprieta las hojas unas con las otras hasta convertirlas en nada. Se sienta en
las raíces del viejo jacarandá y abre de par en par el libro. Se oyen responsos
en la copa de los árboles, las ramas chocan unas con las otras y las hojas caen
cuales lágrimas, acompañadas por listones índigos que absorben el claroscuro. Me
voy por las ramas, las ramas secas, ante la presencia del Otoño y su compañía
paliducha.
Lee en voz alta, sus labios juguetean con las letras, se hacen cosquillas, ella
golpea las palabras con la lengua.
Me acomodo las medias de lino, tomo mi libro y me dirijo hacia el
jacarandá, el crujir de las hojas me acompaña y le advierte de mi presencia
cercana. Me siento junto a ella. Sus ojos se postran en los míos, estirados,
atezados y con los lagrimales extremadamente hundidos. Son amenazantes por
naturaleza, pero su mirada, esta mirada, transmite algo de ternura o algo no
muy lejano a eso. Luego de mirarnos a los ojos, nos miramos los libros. “El beso
de la mujer araña” del gran Puig. ¡Qué deleite! ¡Grato destino! Me
recuentro nuevamente con su mirada, al ver mi cara iluminada de niño tonto
sonríe ampliamente. Sus dientes… marmolados, espejos del Edén, hermosa
Berenice, ideas.
Aprieta sus pestañas para que se
arqueen, mira el libro y con voz similar a un suspiro dice (me dice):
- “Qué triste es el otoño, tardes soleadas pero
cortas, largos crepúsculos: ayer es hoy”- Suspira
y con tristeza agrega – Aquí no sale el sol muy a menudo.
Una bocanada de viento hace que las hojas tomen vida propia. Su cabello es
poseído por este céfiro desenfrenado y me golpea, desparrama rubíes por
doquier, todo se vuelve una encrucijada de fuego. Nuevamente sus dientes
deleitan sobre esta tierra árida y fría.
Ciclón de rosas contamina mi interior, las espinas desgarran todo a su paso,
sinestesia por todos lados, ella tan aroma a tierra mojada, tan placentera para
mis sentidos. Leo la página que me apuntó el viento otoñal, digo (le digo):
- “…sos
como el diamantito que tienen en la ferretería para cortar los vidrios, aunque
los diamantes son sin color como un vaso sin vino, mejor llenita de vino,
coloradita entonces, como un rubí, mi vida.”
Secuestro su mano, rehén perpetuo de
un instante de la mía, congela todo mi brazo derecho y me hace llorar
estalactitas de hielo. Me siento idiota. Caen hojas marchitas sobre nosotros,
hojas traviesas juguetean en su escote, hojas efímeras, hojas muertas. Su
mirada permanece en el libro, su rostro está ausente y no sonríe, mi mano
sanguijuela que robó su gota de vida. Titubea, pero finalmente dice (me dice):
- “Lo más bonito de ser feliz es que crees que
ya no volverás a estar triste.”
Finalmente
me mira y culmina:
- Pero eso es una mentira ¿No lo crees?
Me envolvió en su telaraña, cae sobre
mi, me abraza hasta hacerme vomitar sangre, cual sanguijuela hambrienta de
vida. Clava sus dientes e ideas en mi pecho, el mármol frígido destroza mi
interior, diamantes ponzoñosos obstruyen mis venas, esta oscureciendo en la
ciudad de Buenos Aires. Mis brazos se aferran con mínima fuerza a su cintura,
siento los rubíes recorrer en mis
dedos. El viejo jacarandá se nutre con
mis penurias. ¿Grato destino?
Me agarra salvajemente de los cabellos cortos y
castaños. Sus ojos bronce envueltos en tiranía, su boquita pintada de rojo,
rubíes, sus dientes bañados en sangre.
- ¿¡No lo crees!? – me dice gritando.
Me besa, siento su esencia fusionándose con la mía. Sabor a óxido, sal y veneno.
Todo en mi se fuga, no soy más que materia a la merced de un ser endemoniado y
bello.
Siento que su cuerpo se desvanece, mis manos caen en
nada y todo es hojas muertas sobre mí ser y sangre. Un desconsiderado céfiro
arrastra sus hojas lejos de mí. Sólo quedó clavado un clavel rebosante de rubí
en el medio de mi pecho.
Ya no hay nada para las sanguijuelas. Mi cuerpo, mi masa desgastada, yace en las
raíces del jacarandá. Observo como caen las hojas poco a poco, cada hoja que
cae es otra espina en alguna parte. Giro la cabeza a la izquierda y ahí estaba…
“El beso de la mujer araña” abierto
de par en par. Resuena en mi cabeza su voz, un alfiler atraviesa mi cabeza, me
quema por dentro. Dice (me dice):
- “Querido, vuelvo otra vez a conversar
contigo… La noche trae un silencio que me invita a hablarte… Y pienso, si tú
también estarás recordando, cariño…los sueños tristes de este amor extraño”
Aparto la vista de ese libro que me arrastró al infierno. Veo las hojas
caer, veo a las estrellas titilar, veo lo que soy y lo que fui, no veo lo que
seré, es nada. Giro la cabeza hacia la izquierda… “Boquitas pintadas” de Puig, abierto de par en par. Con la poca voluntad
y fortaleza que me quedaba, con un hilo de voz, digo (le digo):
- “La
felicidad... Eres mujer, y por lo tanto esquiva”
Y esas últimas líneas se perdieron con el
viento, al igual que las hojas muertas, al igual que ella, al igual que Puig,
al igual que yo, al igual que el Otoño, al igual que todos.
Texto: Camille Chico