Las hojas
muertas se desenvolvían con un ímpetu agraciado. Se desparraman, ellas se fusionan
acorde a los suspiros de los dioses; hacen hermosas estampas en la fugacidad de
un segundo. Formaron, ante mí, un zorro almendrado. Las hojas castañas esculpieron,
en una ráfaga descabellada, un pelaje hecho de llamas. Distinguí unos ojos de
un vacío increíblemente llenador. Vidrios renegridos, similares a un hueco
escondido en lo más recóndito de nuestras pequeñas almas.
Almas… Son
extrañas ¿verdad? ¿Quién pudiera negar o
afirmar la existencia de esos prófugos cachos de luz? Ni el gran Horus podría
detectar el reflejo de esos tímidos seres. No son espejismos de los sentidos,
no son espejismos de la mente, es una rareza innata e invisible de aquel que
tiene la capacidad de amar, de aquel que tiene un corazón de adoquín con
aspiraciones de felpa, de aquel que puede percibir lo imprevisible con tal solo
cerrar los ojos y abrir el corazón.
Hay más que
carne y hueso que conforma nuestra integridad, algo que nos distingue más allá
de lo estético, algo pequeño pero opulento y frágil, un diminuto destello
oculto, que designa nuestra pureza y gracia. Aquel misterioso farol vive en
alguna parte, sino todo sería como tirar una piedra al vacío, y que esta no
genere ningún ruido en nuestro interior ahuecado. Ah… las almas y sus huecos.
Me senté en
un banquito de madera, coloqué mi mochila bajo mis piernas. Prendí un cigarrillo
y me perdí en el paisaje la placita, la cuna de mi infancia. La contemplé unos
instantes y recuerdos de mitones descomunales de tela colorada me apretaron
para protegerme de aquella oleada de hojas.
El gigantesco y viejo álamo menea sus brazos astillados, y salpica sus papeles de ámbar viejo. Las gotas de miel hicieron una nueva figura para mí; un caballito de mar. El hipocampo cabalga por las piedras y conchillas que tapizan la plaza.
El gigantesco y viejo álamo menea sus brazos astillados, y salpica sus papeles de ámbar viejo. Las gotas de miel hicieron una nueva figura para mí; un caballito de mar. El hipocampo cabalga por las piedras y conchillas que tapizan la plaza.
De pequeño
me divertía encontrarle formas a las estampidas de hojas.
Perseguía a los infantes que escupían burbujas
de jabón. Los niños escapan divertidos y accidentalmente tiran sus burbujeros,
la inocente bola de magma les come los tobillos de fresa. Desprendía llamitas
al paso de su galope ligero. Caballito rojo para el primogénito del jinete de
guerra.
Una escena adorable, capaz de conmover hasta
el alma. Esta creación tiene los ojos del color de un nacimiento. Todo era tan
fresco. Una criatura vivaracha envuelta en jocosas campanillas, brincan sobre
la lava juguetona sin temer que sus pececillos se conviertan en cenizas.
Saqué un lienzo recién parido de mi mochila,
estaba dispuesto a desvirgarlo tempranamente con lo que veían mis ojos. Me
fabriqué como pude un caballete con unas
ramas bien gruesas que encontré por ahí. Tosco pero efectivo. En mi paleta
predominaba el rojo carmesí para las llamas y el rojo bermellón para las
mejillas de los pequeños. El pincel
acomodó sus cabellos antes de empaparse con la esencia de la sangre.
Los mitones colorados me palparon los párpados dulcemente.
Todo fluía, todo era río, todo era acuarela. Me acopló una sensación de vacío egoísmo que me hizo soltar el pincel ¿Por qué sólo una mano debía pintar una escena en donde más de uno era protagonista?
Los mitones colorados me palparon los párpados dulcemente.
Todo fluía, todo era río, todo era acuarela. Me acopló una sensación de vacío egoísmo que me hizo soltar el pincel ¿Por qué sólo una mano debía pintar una escena en donde más de uno era protagonista?
Saqué una bolsita
de caramelos frutales de mis bolsillos. Me acerqué hasta introducirme en la
escena de los niños y el caballito de mar-fuego. Dejaron de correr, sus brillantes ojos saltones se enfocaron en mí, sus caritas mutaron de jolgorio
desbordante a neutras, reflejaban la interrupción de un juego divertido.
Sonreí, y les ofrecí caramelos. Casi me arrancan la mano, eran como una manada de hienas inexperimentadas sobre una indefensa cebra de la tercera edad. Luego de recuperarme del ataque y con un tono elevado en azúcar les dije:
Sonreí, y les ofrecí caramelos. Casi me arrancan la mano, eran como una manada de hienas inexperimentadas sobre una indefensa cebra de la tercera edad. Luego de recuperarme del ataque y con un tono elevado en azúcar les dije:
-
¿Les
gustaría pintar, chiquitines?
Se miraron unos a los otros, extrañados. Pero
esa desconfianza solo duró ocho milisegundos, cuando estallaron todos en un sí
que me voló los oídos, como cien mil
Chasqui booms resonando en mis tímpanos, y prendidos en un cometa fueron hacia
mi caballete artesanal. Los seguí por detrás, poniendo mis manos como sopapa
sobre mis orejas.
Llegué
hacia ellos, estaban inmóviles contemplando el caballete. Al imitarlos, me
salieron como manantial mil puteadas en cuatro idiomas diferentes, que me las
tuve que tragar para que no afecte las aquellas cabezas puras. Mi prematura
obra estaba dando giros y giros. Era una marioneta manipulada por el viento
otoñal. Me mentí en la corriente de aire. Las carcajadas de los niños se
hicieron escuchar, al verme como un perro que quiere agarrar su propia cola. Con
mi última gota de sobriedad pude agarrar el maldito lienzo, di un par de vuelta
sobre mi eje, hasta dejarme caer sobre el pasto. Eso aumentó la risa de los
pequeños, que para ser sinceros, era lo único que me mantenía despierto.
Las hojas
muertas caían sobre mí difuminadas y tambaleantes.
Una mancha
carmesí borroneada se interpuso en mi vista boca arriba. Por fin pude
distinguir algo completamente. Unos mitones colorados se extendieron hacia mi
desparramada persona. Los tomé, cálidos y llenos de vida, me incorporaron, pero
aún el mundo me sacudía con sus réplicas.
Los mitones
me sentaron en el banquito de madera y me dieron, con delicadeza, una taza de
chocolate caliente. Un mitón me sostenía el vaso de plástico mientras bebía el
chocolate y otro me acariciaba la cabeza.
-
¿Estás
bien?
-
Si...
si... eso creo, mitoncitos colorados.
Nuevamente
estallaron el coro de risas de los niños y otra se les sumó. Una risa de
alondra, una risa tierna de mujer.
Todo se
estabilizó al oír esa risa. Pude ver con claridad la sonrisa más bonita del
mundo, y los ojos más redondos y apantanados me estaban mirando a mí. Colocó
sus mitones frente a mí y los hizo hablar:
-
Bueno,
es un alivio saberlo, Don Borracho. Jua, jua, jua.
Los niños y
ella volvieron a reír, yo también lo hice. Me reí de lo tontos que fuimos, de
lo tontos que somos.
Me
incorporé en un salto, inundado de una felicidad que no se puede volcar en
palabras, y con gran entusiasmo les dije a los niños:
-
¿Listos
para pintar?
Nuevamente la sacudida afirmativa de fuegos artificiales
resonó en mí haciéndome templar. La señorita de los mitones rojos aplaudía
descojonándose de la risa. Sus esmeraldas desprendieron lágrimas de alegría, sus
mejillas están que explotan de colorado, igual que su respingada naricita.
Les dije a los nenes que se pusieran en fila,
cada uno dejaría su pequeña huella en nuestra obra.
El primero era un niño de tez trigueña y unos
perfectos ojos amarillos. Su tímida sonrisa se esbozó por la mitad. Alcé su
cuerpito hasta que pudiera ver el lienzo. La bella señorita de los mitones
rojos se acomodó su sombrero tanguero, y se tiró el pelo largo y marrón hacia
atrás. Le dio un beso en la frente al morenito y le dio el pincel. El pequeño
dio una pincelada insegura color verde opaco en la esquina inferior del
lienzo. Lo bajé con cuidado para que
pudiera seguir su tarea despreocupada de ser feliz, ignorando la realidad que
lo rodeaba.
- Sublime – le dije al morenito
- Sublime – le dije al morenito
-
Lo
hiciste muy bien, chiquitín.
La mujer de
los mitones rojos se agachó para ponerse a la altura del niño, llevó la cabeza del mismo hacia su pecho en el tierno
acto de un abrazo. El se dejó llevar por el cariño de aquella dulce mujer.
Luego le dio una palmadita en la cabeza y lo despidió.
Así sucedió, secuencias iguales pero con
distintos niños, uno más bonito que el otro. Hasta terminar nuestra obra
maestra.
Era, definitivamente, lo mejor que había
logrado, que habíamos logrado. Un lienzo, solo era un lienzo, pero lleno de
huellas inocentes que aún no conocen el sufrimiento ni la faceta cruel del
mundo. Un lienzo fabricado de puras almas, de almas puras. El caballito hecho
de fósforos encendidos, dispersado en el pasto y dentro de las mejillas de
aquellos niños. Pasó de ser un caballito de mar a un semental de los océanos,
un incendio cariñoso.
-
Todos
unos artistas ¿a que no?
Maravillado
con la obra, me había olvidado que aquella señorita de mitones rojos se quedó
toda la tarde acompañándome. Ya estaba oscureciendo, eran las siete de la
tarde, pero aún podía vislumbrar su sonrisa. Cruzó sus largas piernas y colocó
sus manos en sus cachetes con un gesto comprador, como una niña que reclama un
vaso de leche. Giro un poco la cabeza, estaba esperando una respuesta de mi
parte.
-
Oh,
por supuesto. Hay un artista escondido en cada niño, de eso no hay duda.
-
Y
hoy vos ayudaste a que ese personaje escondido en cada una de estas criaturitas
se desplegara. Muy bonita tu idea, escasean de esas en el mundo – Y me sonrió,
más que nunca - ¿Puedo ver el cuadro? – Hace una especie de pucherito con su
boca de hámster.
-
Claro
– Me había olvidado de mostrárselo, soy un imbécil.
Sus mitones
lo tomaron con todo el cuidado del mundo, como una madre a su hijo recién
nacido. Lo miró con asombro, pestañeó, y
remató todo con una bella sonrisa.
-
Realmente
es muy hermoso. Lo que un alma brillante y unas almas inocentes pueden hacer
unidas – Dijo mirando el cuadro.
Me quedé
atónito con su respuesta. Almas… entonces no soy el único loco en el mundo
¿Quién era esta mujer de mitones rojos?
Me la quedé
mirando un largo rato, o tal vez fue poco el tiempo, pero a mí se me hizo
perfectamente eterno. Ella seguía contemplando el cuadro con una mirada
maternal, con una sonrisa de dientes ya escondidos.
De repente
me miró, no había expresión en su rostro. Vaciló al hablar, se sonrojó por su
torpeza, y con los cachetitos como dos luces de neón rosadas, dijo:
-
¿Crees
que yo podría aportar algo a esta bella pintura?
Me
sorprendió lo que dijo y como lo dijo, parecía una de esas pequeñas niñas que
habían dejado su diminuta huella.
-
Pero
claro que sí. – Dije
Coloqué la
pintura sobre el ya casi rengo caballete, y lavé rápidamente el pincel y se lo
di. Ella se quitó por primera vez sus mitones colorados y los colocó sobre el
banquito de madera. Expandió un rojo brilloso sobre la acuarela. Con firmeza
tomó el pincel y antes de comenzar me miró suplicante y me dijo:
-
No
mires, por favor – Como si se fuera a sacar una prenda de vestir frente a un
amigo.
Obedecí, me
posicioné del otro lado del caballete (si todavía se le pudiera llamar así)
cosa de no ver lo que estaba pintando, pero también para verla a ella.
Miraba con
pasión ese cuadro, a la luz de las estrellas, sus ojos verdosos vivían en esa
pintura. Estrelló el color rojo contra el lienzo. Solamente se oían las
pinceladas, una tras otras. Rojo va, rojo viene.
-
¿Cómo
te llamas, mujer?
Sin
levantar la mirada del lienzo dijo:
-
¿Eso
realmente importa?
Y siguió
pintando, sin decir más nada.
Finalmente
alzó su mirada hacia mí. Se quedó en silencio unos segundos. Hasta que por fin
dijo:
-
Bien…
puedes mirar
Ocultando
mi infinita curiosidad me dirigí tranquilamente a ver la obra con su hermosa
huella en ella. No sabía si mis ojos me engañaban. No era un espejismo de los
sentidos, no era un espejismo de la mente, solamente me bastó cerrar los ojos y
abrir el corazón para recordar aquello que dejó una huella carmesí en mí. Una lágrima se desprendió de mi ojo
izquierdo.
-
Tú…
eres…
-
Así
es.
La abracé,
mis brazos se aferraron a su cuerpo de cristal, podía partirla en mil, se lo
merecía, por haberse tardado tanto en aparecer en mi vida.
Un día como
este, en esta misma plaza venía a ser un niño. Los juegos estaban todos
mojados, y el álamo desprendía sus hojas muertas. Sentado en el banquito de
madera, me divertía siendo inocente.
-
¡Un
conejo! Ahora… ¡Un perrito!
-
Mira,
ahora se transformó en un hámster.
Una pequeña
niña de mitones rojos apareció en ese momento.
-
Me
gusta mucho el otoño, es divertido ver como las hojas dibujan ¡Son artistas los
árboles y el viento!
La pequeña
niña reía a mares y no dejaba de hablar. Cada vez que las hojas formaban una
figura diferente sus esmeraldas relucían aún más y se abrían hasta desprenderse
de sus órbitas.
La miraba,
era una pequeña loca, una pelusita roja llena de vida, una niña que sabía ser
niña. Me miró a los ojos, descubriendo que yo la estaba examinando como si
fuera un tesoro recién desenterrado. Mis mejillas se encendieron al instante.
-
¡Estás
rosado!
-
¡Claro
que no!
-
¡Lo
estás! Es que hace mucho frío, no te preocupes…
Puso sus
manitas vestidas con mitones colorados sobre mis cachetes para que no se
congelaran ¡Tan inocentes somos los niños!
-
¿Estás
mejor así? Ahora tus manos…
Y sus mitones arroparon mis manos. Al ver que
mis mejillas se volvieron nuevamente coloradas, puso mis manos en los bolsillos
de su saco carmesí y colocó otra vez sus mitones sobre mis cachetitos.
- El otoño
puede que sea algo frío, pero no deja de ser
la estación más bella de todas. Las hojas nos dejan mensajes que
quedaran grabados por siempre en el fondo de nuestras almitas – Dijo mostrando
sus dientes de leche y tocándose el corazón – Si hay corazón, hay alma. Si hay alma, hay
corazón.
Y ella parloteaba sin cesar, y yo simplemente
la escuchaba, dejando que ella deje su huella en mí.
Quitó sus
mitones de mis mejillas, y me sacó tiernamente mis manos de sus bolsillos.
-
Debo
irme, amiguito. Nos veremos de nuevo, es una promesa –
Se acercó
hasta mi rostro abobado, me dio un beso en la mitad del labio. Mi primer beso. Guiñó
su ojo izquierdo y se marchó dando brincos.
Sin dejarme
decir nada, se fue aquél alegre
cervatillo. Ese día pude darme cuenta que tenía alma de niño, de lo que era un
alma. Esa niña me regaló el alma, y me despertó el corazón
Las hojas me regalaron la silueta de esa niña
de mitones rojos, y dejaron una huella imborrable en mí ser infantil, que
permaneció dormida hasta el día de hoy.
-
Tardaste,
pero cumpliste…
-
Te
dije que volvería – Guiñó su ojo izquierdo.
Miles de
cosas que decirle, pero no sabría por donde empezar ¿Por qué? ¿Por qué me
llegaste tanto al alma?
Nos
sentamos en el banquito de madera. Me acarició la frente con su mano desnuda.
Me sonrojé. Ella rió tiernamente mirando sus zapatos de charol.
-
Pasaron
los años, pero aún no dejaste de ser ese
niño con esa alma tan tierna… es increíble.
-
Mi
esencia de niño subsistió gracias a tu recuerdo. La huella de esa pequeña niña
risueña y charlatana, con los ojos más verdes, y con la sonrisa más amplia que
el Universo mismo. La dulce, dulce alma de los mitones rojos…
Le brotaron
lágrimas de sus esmeraldas, eran mutaciones de zafiros, podía ver la aurora
dentro de cada una de ellas.
-
¿Sabes
qué? Tu alma canta, es insoportable – Dijo riéndose – Pero eso la hace hermosa.
Su voz es como la del viento, se escucha con el corazón.
A mí
también se me prendieron los aspersores de los ojos, ella se sorprendió al
verme llorar también. Golpeó con su dedo índice cada lágrima hasta dejar mi
rostro seco.
- Por
favor, muchacha de los mitones rojos, después de tanto tiempo que esperé debo
saber tu nombre ¡Dilo ya!
Estaba
desesperado, ella se asustó, parecía un gatito que escuchó un cohete estallar.
En estado de alerta con las pupilas dilatadas. Luego se serenó, y con una voz
tranquila me dijo:
-
No
quiero sonar pesada, pero… ¿Realmente te interesa saberlo?
-
Tenes
razón, no me interese saber como es tu nombre, mientras tu ser se quede junto
al mío.
Me miro
tiernamente, y esbozó una sonrisa de satisfacción como si eso es lo que ansiaba
escuchar desprenderse de mis labios.
-
Mi
alma, nunca te abandonó… y nunca lo hará.
La miré
extrañada.
-
Por
favor… nunca me dejes, muchacha.
-
Siempre
viví en vos, aquí… - y me acarició el alma con la yema de sus suaves dedos de
escarlata.
Se puso sus
mitones colorados, y me acarició ambas mejillas como aquella vez.
Esta era la
felicidad absoluta, aquella niña de los mitones rojos, aquí en este mismo
lugar, nuevamente. Las hojas muertas danzaban para nosotros.
-
Nunca
me dejes… - Dije entre sollozos.
-
Hey…
estoy aquí ¿No me ves? No soy un espejismo de los sentidos, no soy un espejismo
de la mente. Estoy aquí con vos, porque vos sos aquel que tiene la capacidad de
amar, que tenes corazón. Si hay corazón hay alma, si hay alma hay corazón.
Nos miramos fijamente, en esta noche fría de
otoño, sus mitones me calentaban las mejillas, me entibiaban el alma.
-
Tan
sólo tenes que cerrar los ojos y abrir el corazón, y mi alma siempre va a estar
cerca tuyo…
La vida me
daba mil y una vueltas. Las hojas caían sin cesar sobre mi desparramado ser. No
entendía donde estaba parado, o mejor dicho desparramado. Carcajadas
estrepitosas de niños me despertaron. Agarrándome la cabeza, en estado de semi
mareo me coloqué sobre mis dos extremidades. Hice memoria, cerré los ojos y….
¡No! ¡De nuevo se ha ido!
Aquella
muchacha de los mitones rojos, el sueño de mi infancia, de mi vida, nuevamente
se había marchado. Me senté desecho sobre en banquito de madera, ya no pude
contener las maldiciones y las salpiqué para todos lados. Los niños confundidos
me miraron como si fuera un bicho raro. Miré de reojo, y el caballete de mierda
que había hecho, ya estaba hecho polvo, sin la pintura en él.
Eso me
angustió aún más y rompí nuevamente en llanto.
Algo me
tironeó del tapado. Ese algo no era nada más ni nada menos que una niñita con
aspecto de duende, de cabello blanco y ojos rosados. La miré con los ojos empapados
y me dijo:
-
Disculpe
señor pintor, se le voló nuestra obra maestra. Aquí la tiene, cuídela. Todos
pusimos nuestras almitas en ella.
Me la da
dulcemente. Me quedé como idiota contemplando el lienzo, creo que le metí un dedo en el ojo de chicle
de la niñita cuando intenté darle una caricia en la cabeza.
Nuevamente
lloré, pero esta vez de felicidad. Su huella estaba impregnada, ella no se
había ido, ella estaba conmigo. El dibujo de una pequeña niña vestida de rojo,
al lado del semental envuelto en llamas. La jinetilla del Apocalipsis que causó
estragos en mi infantil y joven alma.
Ella estuvo
aquí… ella no es ni fue ningún espejismo de la mente y de los sentidos. Ella
fue la razón por la cual mi corazón comenzó a sentir… ella siempre fue mi
verdadera alma…
Aún
desorbitado apoyé mi mano izquierda sobre el banquito de madera. Sentí algo
extremadamente suave y cálido ¡Sus mitones! ¡Sus auténticos mitones!
No podía
ser cierto…
Cerré los
ojos por un momento y coloqué aquellos mitones colorados en mi corazón.
“Nunca me
voy a alejar de tu ser, mi alma es tu alma, y mi alma sos vos”
Las
lágrimas brotaron al compás de las hojas muertas. Dibujaron la silueta de una
niña y la de una mujer. Sus ojos eran esmeraldas, esmeraldas perfectas y
pantanosas. Se pueden ver perfectamente las sonrisas de marfil, más grandes que
el Universo mismo. Pero el detalle más hermoso y más notorio, es el alma pura e
inocente que me acompañó por el resto de mis días.
Texto: Camille Chico
Texto: Camille Chico
Se identifica la escritora con su relato?
ResponderEliminarTal vez, cada personaje que creo tiene una pequeña parte de mi
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