miércoles, 13 de marzo de 2013

El Atila de la familia



Mi amada Pamela me había invitado a almorzar en su casa con toda su familia. Eso no me preocupaba ni pizca,  ese conjunto de personas era como una bolsita de caramelos, tan dulces, y tiernos como siempre. Eran encantadores.
Pero siempre entre tanta dulzura, está el caramelo de limón, ese gusto amargo y agrio que con solo tragarlo te produce arcadas y acidez. Ese sabor era el de mi suegra. De ella no te salva ni el Chapulín Colorado.
Me pegué un chasco al ver que la persona que me abrió paso a la entrada fue esa mezquina y auténtica cara de vinagre; podía escucharla desde afuera presumiendo a gritos lo rica que estaba su ensalada rusa, que realmente, era como masticar engrudo.
Era una vieja decrépita, y bien se conocía que jamas había sido bella. Tal vez en otros tiempos debió tener buenas carnes; pero ya su figura estaba más destruida que el Partenón de Grecia.
Esa mujer era la prueba viviente de la existencia de los dinosaurios. Debería ser la atracción principal de un museo, nunca había visto una momia que se conservara tan bien. No llevaba vendajes, pero en lugar de ellos traía puesto un vestido color grana muy ajustado a su cuerpo de hipopótamo. Era un matambre, nada apetitoso, personalmente prefería las comidas que no se encontraban en estado de putrefacción.
No sabía si me encontraba junto a la auténtica Medusa, sus mechas color amarillo canario parecían víboras que se enredaban unas con las otras formando enredaderas, deseaba con todas mis fuerzas que con su aguda mirada me convirtiese en piedra, no quería observar ni un segundo más su repugnante semblante.
Estaba maquillada, se había excedido mucho con el labial rojo carmesí que ella acostumbraba usar, había traspasado el contorno de sus labios de chimpancé, por un momento pensé que se había devorado a su esposo y que no se dio cuenta de que su rostro de bruja, estaba manchado con la sangre de su víctima.
También exageró mucho al ponerse rubor, se ve que es una mujer terca, no puede aceptar que los años la terminaron aplastando, ya no podía ocultar más  sus abolladuras,  sus pliegues, sus patas de gallo, y menos su más notable y desagradable rasgo: la verruga que se situaba junto a su nariz de  arpía, a no ser que se ponga  revoque suficiente para arreglar un edificio de quince mil metros cuadrados, eso al menos hubiera bastado para arreglar aunque sea un poco su fachada en ruinas.
Sus ojos eran de un turbio y nebuloso verde, similar al agua del riachuelo, y su perfume barato olía como el mismo. Es sus lagrimales había una fiesta, pequeñas y pegajosas lagañas danzaban en los mismos desde hoy a la mañana.
Y mejor no hablemos de la parejita de cejas, necesitan un divorcio cuanto antes; bah, que importa ya, hasta telarañas tenían.
Frunció la jeta para dedicarme una forzada sonrisa. Rebeló sus dientes amarillentos de fumadora, ni la neblina de Londres podría compararse con todo el humo que deja esa mujer al consumir un atado de puchos.
Vaciló al hablarme, pero finalmente me invitó a pasar al interior de la casa:
-        Fashaa, queriditoff, fashaa.

Una lluvia de saliva golpeó contra mi rostro. Fui un tonto al no traer paraguas, tendría que haberme avivado.
Me condujo hacia el comedor donde se encontraban los demás invitados. Su andar me recordaba al de la carcacha descompuesta que conducía mi abuelo cuando yo era niño.
Llegamos, y la vi.  Allí estaba ella, mi querida, su presencia opacaba a todas las maravillas del mundo y las hacia insignificantes, tan perfecta y espléndida como siempre, mi caramelo de dulce de leche, mi amada Pamela.
¿Cómo un ser tan maravilloso pudo ser engendrado por ese error de la naturaleza, de esa pérfida cacatúa insoportable? Esa fue la duda que me acompañó durante todo el almuerzo, junto al rumiante sonido de mi suegra masticando con la boca abierta, como si fuera una vaca pastando.















Texto: Camille Chico

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