Mi amada Pamela me había invitado
a almorzar en su casa con toda su familia. Eso no me preocupaba ni pizca, ese conjunto de personas era como una bolsita
de caramelos, tan dulces, y tiernos como siempre. Eran encantadores.
Pero siempre entre tanta dulzura,
está el caramelo de limón, ese gusto amargo y agrio que con solo tragarlo te
produce arcadas y acidez. Ese sabor era el de mi suegra. De ella no te salva ni
el Chapulín Colorado.
Me pegué un chasco al ver que la
persona que me abrió paso a la entrada fue esa mezquina y auténtica cara de
vinagre; podía escucharla desde afuera presumiendo a gritos lo rica que estaba
su ensalada rusa, que realmente, era como masticar engrudo.
Era una vieja decrépita, y bien
se conocía que jamas había sido bella. Tal vez en otros tiempos debió tener
buenas carnes; pero ya su figura estaba más destruida que el Partenón de
Grecia.
Esa mujer era la prueba viviente
de la existencia de los dinosaurios. Debería ser la atracción principal de un
museo, nunca había visto una momia que se conservara tan bien. No llevaba
vendajes, pero en lugar de ellos traía puesto un vestido color grana muy
ajustado a su cuerpo de hipopótamo. Era un matambre, nada apetitoso,
personalmente prefería las comidas que no se encontraban en estado de
putrefacción.
No sabía si me encontraba junto a
la auténtica Medusa, sus mechas color amarillo canario parecían víboras que se
enredaban unas con las otras formando enredaderas, deseaba con todas mis
fuerzas que con su aguda mirada me convirtiese en piedra, no quería observar ni
un segundo más su repugnante semblante.
Estaba maquillada, se había
excedido mucho con el labial rojo carmesí que ella acostumbraba usar, había
traspasado el contorno de sus labios de chimpancé, por un momento pensé que se
había devorado a su esposo y que no se dio cuenta de que su rostro de bruja,
estaba manchado con la sangre de su víctima.
También exageró mucho al ponerse
rubor, se ve que es una mujer terca, no puede aceptar que los años la
terminaron aplastando, ya no podía ocultar más
sus abolladuras, sus pliegues,
sus patas de gallo, y menos su más notable y desagradable rasgo: la verruga que
se situaba junto a su nariz de arpía, a
no ser que se ponga revoque suficiente
para arreglar un edificio de quince mil metros cuadrados, eso al menos hubiera
bastado para arreglar aunque sea un poco su fachada en ruinas.
Sus ojos eran de un turbio y
nebuloso verde, similar al agua del riachuelo, y su perfume barato olía como el
mismo. Es sus lagrimales había una fiesta, pequeñas y pegajosas lagañas
danzaban en los mismos desde hoy a la mañana.
Y mejor no hablemos de la
parejita de cejas, necesitan un divorcio cuanto antes; bah, que importa ya,
hasta telarañas tenían.
Frunció la jeta para dedicarme
una forzada sonrisa. Rebeló sus dientes amarillentos de fumadora, ni la neblina
de Londres podría compararse con todo el humo que deja esa mujer al consumir un
atado de puchos.
Vaciló al hablarme, pero
finalmente me invitó a pasar al interior de la casa:
-
Fashaa, queriditoff, fashaa.
Una lluvia de saliva golpeó
contra mi rostro. Fui un tonto al no traer paraguas, tendría que haberme
avivado.
Me condujo hacia el comedor donde
se encontraban los demás invitados. Su andar me recordaba al de la carcacha
descompuesta que conducía mi abuelo cuando yo era niño.
Llegamos, y la vi. Allí estaba ella, mi querida, su presencia
opacaba a todas las maravillas del mundo y las hacia insignificantes, tan
perfecta y espléndida como siempre, mi caramelo de dulce de leche, mi amada Pamela.
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